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domingo, 26 de abril de 2009

Un artista embrujador - Jorge Abbondanza

No todos los días aparece alguien con su gravedad y su misterio. Incluso en este país que se considera prolífico en materia de pintores, un sello como el de Javier Bassi resulta insólito, igual que ciertos talentos escénicos o ciertas voces heroicas que se dan pocas veces en el curso de una generación y finalmente contribuyen a caracterizarla. Las cosas que ayudan a reconocer la huella de Bassi son los espacios que se generan en sus obras, entre paredes o colinas apenas insinuadas, y que se abren como una trampa hacia el subsuelo de la intimidad del autor, violando sigilosamente su clausura; los ideogramas que recorren esos terrenos privados, como un sistema caligráfico (una cruz, un lobo, una máscara, una vasija) cuyo imán consiste en la fuerza paralizadora de lo indescifrable; la vaguedad paisajística que el pintor propone sin despejar las incógnitas que le incorpora, aunque a veces agite ese paisaje con el vigor de sus manchas y otras veces lo apacigüe con la calma de unos fondos inmóviles, donde toda ansiedad se sosiega después de la tormenta ( o del tormento).
Esos extremos opuestos tienen poco que ver con la realidad exterior, porque los trabajos de Bassi están hechos de la materia de los sueños, como decía el inglés y por ello producen desfiguraciones y desmesuras que la vigilia no admite, abren bocas que tragan al contemplador con la fascinación de los túneles del inconsciente, para los cuales no siempre hay salida; se cuadriculan como rejas o se pueblan con un bosque de barras para entorpecer el ingreso del intruso y solicitar mayor detenimiento al demorar su atención. Pero sobre todo, ese breve catálogo de signos asume –en medio de las densidades del negro, que es un respaldo constante para Bassi – la profundidad devoradora de lo surreal, cosa que sólo ocurre cuando esas honduras son convocadas por un artista ensimismado.
Unicamente algunos escritores, algunos pintores, algunos santos y algunos locos se atreven a exhibir ante los demás un fuero íntimo que el resto de la especie mantiene en reserva, como si su revelación fracturara el orden de las cosas. El mundo secreto de Bassi se vuelca en su pintura, aunque no lo hace abriendo una rendija sino desplegándose de par en par: sus dípticos funcionan como las hojas de la gran puerta que el artista permite flanquear. Lo curioso es que allí no parece trenzarse con su obra en un torneo que provoque tensiones y luego las transmita al observador, sino que se zambulle en esa materia para nadar sabiamente a través de ella: no libra uno de esos épicos combates que ciertos maestros mantienen con su universo personal, sino que se reconcilia con sus fantasmas, a los que invita a navegar por su mar interior.
Hay formulaciones plásticas que operan con la violencia de un impacto contra el cual los ojos se estrellan y sólo sacan conclusiones luego del sobresalto. Hay otras que funcionan en cambio como una guía sensible para que la mirada se interne lentamente en su trama, sin la mediación del golpe. Las obras de Bassi pertenecen a esta segunda categoría expresiva, y en ello parecen heredar la negra marea que en los años 60 inundó de subjetivismo la producción de otros uruguayos (Ventayol, Espínola, Barcala, Hilda López) imponiendo su intensidad y su latido dramático, pero afianzando por encima de todo la severidad de un discurso que no toleraba distracciones ni complacencias cromáticas para obtener una lectura penetrante.
Esa severidad resurge en Bassi como el legado de una identidad que crece hacia adentro, hacia la raíz de unas emociones que la pintura registra con su malla fiel y permeable. Igual que aquellos eminentes predecesores, él se caracteriza por el laconismo de su trazo, por el silencio de su escritura poética, por la parquedad de su repertorio de gestos. Mientras eso corre por dentro, allá afuera, en la intemperie de los paisajes de este joven creador, algunos personajes enmascarados ensayan una liturgia primitiva y el recurrente perfil del lobo espera erguido sobre dos patas, casi humanizado, que el horizonte desierto duplique como un espejo su soledad esencial.