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1999


Paso 42. óleo y grafo sobre mdf. 1999


Don´t kill me. óleo y grafo sobre papel. 1999


The Intruder. óleo y grafo sobre papel. 1999


Sin título -a Andrei Tarkovski. óleo y grafo sobre papel. 1999





cagge-box. óleo y grafo sobre papel. 1999











Look, listen & Learn. óleo y grafo sobre papel. 1999


The trip of B. óleo y grafo sobre papel. 1999



















































El espejo
Jorge Abbondanza

La pintura de Javier Bassi tiene el mismo efecto embrujador que la niebla cuando cubre un paisaje: permite ver a medias lo que en su totalidad sería prosaico. Ocurre algo similar cuando un rostro se enmascara detrás del antifaz destinado a preservar su identidad, porque insinúa lo que no se ve y con ello abre un margen a lo difuso en sustitución de una certeza casi siempre desencantada. Lo notable de las imágenes veladas es que incitan al contemplador a redoblar sus esfuerzos por explorarlas, demostrando que no hay nada más seductor que lo brumoso y poca cosa tan magnética como el misterio, sobre todo cuando está envuelto en un clima turbador, como ocurre en este caso.
Sin embargo el propio Bassi previene contra la sensación de dramaticidad que puede emanar de sus obras, asegurando que trabaja en ellas con más placer del que luego parece respirar el resultado. La aclaración es interesante, pero cabe atenuarla señalando que la pasión del realizador por su faena artística implica un deleite operativo que es inseparable de su necesidad transmisora aunque ajeno al carácter del resultado, que puede ser pesaroso sin que ello implique la anulación ni la contradiccción de aquel placer. Sucede simplemente que en sus niveles más poderosos y sus vertientes más auténticas, el impulso creador es un desahogo a menudo glorioso, cuyo proceso funciona como mecanismo liberador de cargas expresivas y fuerzas interiores a veces abrumadoras, que sólo se alivian a través de la exteriorización. Al producirse ese efecto, el artista siente aquella impresión teñida de placer y ligada a la alegría, aunque luego la índole de la obra sea oscura, densa, subterránea o atormentada, de manera que no es aventurado suponer el deleite de Sófocles ante la génesis de la tragedia, el de Goya ante la tiniebla del grabado, el de Verdi ante la misa de difuntos y -finalmente- el de Bassi ante la bruma de su pintura.
Un trazo inseguro corre a lo largo del cuadro como si tanteara el camino por donde podrá avanzar un personaje apenas visible, cuya presencia se intuye de manera fantasmal. Una mancha invasora se expande como si borrara los residuos de la realidad que se mantienen a lo lejos, detrás de una cortina de pinceladas distanciadoras. La lluvia de líneas cubre con su manto una pequeña superficie, filtrando alguna silueta que se percibe borrosamente, con obstinada imprecisión, igual que las imágenes más temidas. El aire de acechanza, la sensación de riesgo, la vaga proximidad de un asedio o el filo de una amenaza, bordean cada propuesta de Bassi y lo hacen de manera tan furtiva como ciertos datos del inconsciente que afloran para contrastar o desmentir uana imagen epidérmica, dotándola de una transparencia inesperada y abriéndola a lecturas superpuestas. Sólo después del vistazo inicial, cuando el ojo atravieza las primeras membranas y llega al centro de las cosas, el contemplador sabe que al mirar una obra de Bassi se enfrenta a un espejo.
Lo que el pintor coloca en sus trabajos tiene el sello aparentaemente casual de la mancha caída al vuelo o de línea aleatoria, la huella de lo que corre sin premeditación, bajo el empuje impredecible del pulso, como si el diagrama se compusiera de esos gestos felices dictados por el instinto y únicamente confiados al azar. Entonces la unidad profunda que va rastreándose a medida que se explora cada trabajo de Bassi, la vinculación última que asocia imponderablemente todos los componentes del paisaje (por más que parezcan derivar del automatismo o el brío muscular del ademán) no sólo desmiente aquella apariencia sino que se alza como un indicio de rigor que ampara esa labor, una medida de su severidad y una constancia de su aplomo, aunque todas esas cualidades permanecen resguardadas y sólo se detectan a través de la excavación.
Por tales razones, estas obras imponen una medida insólita a la atención de quien las observa, lo obligan a demorarse en su ejercicio y lo retienen en una interpretación penetrante, un análisis prolongado, un campo donde las referencias se dilatan  sin fin. La malla de los trazos con que a menudo Bassi se complace en rayar la superficie de su pintura, se convierte así en una metáfora de otras redes, como si fuera una urdimbre armada para guiar la circulación de las ideas, una trampa tendida para arrastrar la mirada hacia lo hondo, un instrumento hipnótico para que la huella del artista se grabe en el ánimo de su contemplador y después no se borre, hasta convencerlo de que tiene allí una imagen de sí mismo.



Ensayo de vuelo - 1999








El emulador - 1999