El espejo
Jorge Abbondanza
La pintura de Javier Bassi tiene el mismo efecto embrujador que la niebla cuando cubre un paisaje: permite ver a medias lo que en su totalidad sería prosaico. Ocurre algo similar cuando un rostro se enmascara detrás del antifaz destinado a preservar su identidad, porque insinúa lo que no se ve y con ello abre un margen a lo difuso en sustitución de una certeza casi siempre desencantada. Lo notable de las imágenes veladas es que incitan al contemplador a redoblar sus esfuerzos por explorarlas, demostrando que no hay nada más seductor que lo brumoso y poca cosa tan magnética como el misterio, sobre todo cuando está envuelto en un clima turbador, como ocurre en este caso.
Sin embargo el propio Bassi previene contra la sensación de dramaticidad que puede emanar de sus obras, asegurando que trabaja en ellas con más placer del que luego parece respirar el resultado. La aclaración es interesante, pero cabe atenuarla señalando que la pasión del realizador por su faena artística implica un deleite operativo que es inseparable de su necesidad transmisora aunque ajeno al carácter del resultado, que puede ser pesaroso sin que ello implique la anulación ni la contradiccción de aquel placer. Sucede simplemente que en sus niveles más poderosos y sus vertientes más auténticas, el impulso creador es un desahogo a menudo glorioso, cuyo proceso funciona como mecanismo liberador de cargas expresivas y fuerzas interiores a veces abrumadoras, que sólo se alivian a través de la exteriorización. Al producirse ese efecto, el artista siente aquella impresión teñida de placer y ligada a la alegría, aunque luego la índole de la obra sea oscura, densa, subterránea o atormentada, de manera que no es aventurado suponer el deleite de Sófocles ante la génesis de la tragedia, el de Goya ante la tiniebla del grabado, el de Verdi ante la misa de difuntos y -finalmente- el de Bassi ante la bruma de su pintura.
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Por tales razones, estas obras imponen una medida insólita a la atención de quien las observa, lo obligan a demorarse en su ejercicio y lo retienen en una interpretación penetrante, un análisis prolongado, un campo donde las referencias se dilatan sin fin. La malla de los trazos con que a menudo Bassi se complace en rayar la superficie de su pintura, se convierte así en una metáfora de otras redes, como si fuera una urdimbre armada para guiar la circulación de las ideas, una trampa tendida para arrastrar la mirada hacia lo hondo, un instrumento hipnótico para que la huella del artista se grabe en el ánimo de su contemplador y después no se borre, hasta convencerlo de que tiene allí una imagen de sí mismo.