Probablemente poseamos del pasado muy pocos recuerdos auténticos. Me refiero a esos encuentros en que el mismo protagonista intenta anotar apresuradamente luego de que los hechos ocurren. Esto que voy a leerles forma parte de un diario de viaje del año 1993. Aún así, este registro, que apresuraré en definir como emotivo, difícilmente pueda superponerse milimétricamente y sin interferencia, con lo realmente vivido. NYC, 1993.
Conocí a Gonzalo Fonseca creo que en 1986. Compartí un almuerzo familiar en Montevideo, supongo que sin que él lo notara. Conocía su obra temprana, algunas cerámicas. Había leído muchas de sus cartas… convivía con uno de sus cuadros. Lo reencontré en Nueva York, años más tarde, 1993, luego de haber pasado por México y empezando un periplo único por el mundo como integrante de uno de los grupos de viaje de Arquitectura. Antes de mi entrada a la Facultad yo había pasado tímidamente por un par de talleres, había pintado unas decenas de cuadros y había expuesto algunas veces. Mi preocupación por el Arte en ese entonces ya era profunda, y sabido es que la decisión de abandonar la Facultad , a mi regreso, ya empezaba a vislumbrarse. El primer día de mayo de ese año llegaba entonces al 48 de la calle Great Jones entre Lafayette y Bowery. La zona conocida como Greenwich Village. Allí vivía y trabajaba Fonseca la mitad del año, en el 5to piso de un edificio de ladrillos de prensa, escaleras de incendio metálicas exteriores y frisos con molduras pintadas de negro mate. La típica construcción neoyorquina de esa zona. (segunda mitad del s. XIX) Se suponía que mi encuentro con él duraría unos pocos minutos y que vencido el compromiso, sería invitado a retirarme. Sabía de su resistencia incluso a recibir a la crítica.
Fonseca abre la puerta sereno, vestido -según creo- apenas desalineado. Entré al amplio espacio. Un ritmo simple de ventanas continuo lo hacía especialmente luminoso. Un lugar para trabajar cómodo y vivir de manera austera. Paredes de ladrillo pintadas de blanco, piso de madera, herramientas, utensilios de cocina, jarros metálicos. Bloques de travertinos sin terminar formaban una construcción dintelada baja, que aprovechaba de repisa. Mis dudas sobre si aprobaría el encuentro pronto se disipan y un rato después nos vimos caminando hacia un puesto de verduras que él frecuentaba, comprando mushrooms, aguacates, espárragos y una botella de buen vino. Compartimos entonces el almuerzo y gran parte de ese día … y fue fácil hablar de arte, de materiales, por supuesto que del lenguaje y de la necesidad de hablar varios idiomas para leer verdadera poesía. Entendí con claridad su necesidad de capitalizar el tiempo. Veo con naturalidad que no tolere distracciones: quien conoce cual es su sentido en este mundo que se dedique a concretarlo. Coloca sobre la mesa unos pocos cuencos de madera profundos, bellísimos. Nos sentamos a la mesa. Detrás de él, una escultura -que se veía como pared- separa el comedor abierto del dormitorio. Era uno de sus muros típicos iniciales formados por puntales de madera verticales adosados. Maderas que supongo de no menos de 12 pulgadas, de demoliciones. Algunos nichos guardaban signos y formas, colgaban maderas atadas, cuidadosamente dispuestas. Una pequeña esfera, algo ovalada, cuelga del plano superior de uno de esos nichos. Un único elemento disonante reclama mi atención: una pequeña perinola roja y azul de material plástico. Vulgar en su aspecto exterior, aunque hipnótica y alucinante cuando la imagino girar. Tomo algo más de vino y me veo niño ante el asombro de sus giros. Vuelvo en sí, no quiero hacer mi viaje evidente, prefiero tomar el pequeño trompo como un elemento igualmente mágico aunque me lleva al juego. Fonseca comienza a hablar, se desliza por el juego esta vez con el lenguaje. Desliza palabras de manera inteligente. Con dichos populares plantea una idea. Los traduce a varios idiomas. Me advierte los riesgos de las traducciones literales. Habla mucho de semántica, vuelve con lo que llamamos retruécanos, aparece un sentido del humor sutil: lo disfruta.
Comienza a desplegarse un ser complejo, busca ejemplos simples, de un idioma a otro. Me parece escucharlo decir: el que nace barrigón, es a ñudo que lo fajen, lo traduce al italiano. Lo sigo con atención. Estoy ante un ejercicio similar cuando rastreo los sutiles guiños que ofrece en sus obras. Ahora recuerdo un dibujo. Desarrolla una visión compleja plagada de personajes en una liturgia extraña. Una arquitectura de planta circular es habitada por personajes con máscaras, sombreros clericales, seres atados, águilas gigantes…y en medio de ese circo atemporal -lo bastante extraño-, un par de pancartas verticales con letras pequeñas. Esos blasones anuncian: pan fresco, salchicha y la palabra butifarra separada en sílabas de manera inexacta.

Comprendí su necesidad de hablarme, auque más no sea para hablarse. Repasa entonces algunos procesos, me muestra posibles senderos que consideraba que había esbozado pero no transitado en profundidad. Yo por momentos contenía mis palabras, llamaba al silencio y cuando no podía ya callar: arriesgaba. Entonces hablamos de las posibilidades de los encofrados vinílicos, de las propiedades del hormigón, de las superficies empavonadas, de las tierras de colores ocres aplicadas a la materia. Me mostró algunos ejemplos que guardaba en su espacio de trabajo; tras la tela manchada que separaba la mesa en la que habíamos comido. Supongo que advirtió mi curiosidad verdadera, mi vocación impetuosa. Evocamos a Le Corbusier, El Convento de La Tourette -que meses después me vio dormir- y L`unite de Habitación de Marsella. Fonseca la había visitado durante su estancia en Paris a principios de los 50 y se había impresionado ante la posibilidad del hormigón y que aún pintado con esmalte conservara sus cualidades superficiales intactas. Los vínculos nunca son lineales. Las asociaciones continúan. Reaparece la filosofía. El sentido del arte jamás fue cuestionado. El arte no es cuestión de credulidad, es cuestión de fe y cada paso dado una meta, porque cada obra es una conquista nueva, un desafío nuevo. Al mismo tiempo un escalón, el camino que necesariamente hay que recorrer para llegar a nuevos lugares. Fonseca no se detiene, mantiene un desarrollo sostenido. Primero será la pintura, luego las cerámicas, las maderas, el cemento, finalmente la piedra. Criticaba su propia obra inicial ante quienes las tenían. Esto lo recuerdo con claridad, hace pocos días me contaban de primera mano, una anécdota en esta dirección, sobre comentarios muy duros en relación a sus pinturas de Montevideo. Sin embargo, aún su obra temprana es contundente y singular y cada imagen se justifica en sí misma. Fonseca siempre abruma, siempre supera sus propias referencias. Por eso creo que es importante ser cauteloso en su mirada, en citar sus influencias. Incluso también en pretenciosamente querer releerlo o autoproclamarse discípulo. Creo que mayoritariamente sufrimos el síndrome de la simplificación, quizás ligado a la liviandad, a la falta de rigor. Ese no querer -o en el mejor de los casos no poder- ahondar en las cosas. Recuerdo otras críticas, algunas tenían que ver con la manera en que se pretendía mostrar el legado de la Escuela del Sur en relación con lo contemporáneo.

Aparecen en mi memoria anécdotas en relación a algunas de sus obras públicas. La torre de México fue ocupada en determinado momento por gente que vivía en las calles. Al mismo tiempo que me cuenta esto, mira hacia abajo, supongo que sonríe… ¿te imaginas que deben de haber sentido cuando al mover la pesada esfera descubrieran que había agua? Acepto su juego, elijo creerle, soy cómplice de sus visiones. Me regocijo una vez más en el silencio, me dirijo hacia Red travertine, una pieza hecha 10 años antes. Descansa sobre una base de madera con ruedas, al mismo tiempo que es jalada desde una viga por un malacate mecánico. La rojiza piedra nubla mis ojos. En la parte alta, una suerte de pulida plazoleta. Asisto a un recuerdo atávico, invade mi memoria el jardín de los senderos que se bifurcan de Borges. Sigo caminando, disfruto del recorrido. Llego hasta un obelisco dañado, un nicho comprime una esfera, una vertical clara, no demasiado alta, una rampa nítida transita la abstracción de una fachada… y la superficie de la roca casi intacta, siempre en bruto, con las marcas oblicuas del cincel. El no interrumpe mi recorrido mental, da unos pasos en otra dirección, se dirige a un pilar no muy grande. Reubico mis ojos. En ese travelling aparecen cebollas en una bolsa plástica que cuelgan de una ventana. Algo más arriba un antiguo reloj… ¿Siempre se maneja sólo? - le pregunto. Me refiero de manera más concreta al peso de las piedras. Toma entonces unas pequeñas piezas metálicas de no más de 6 mm de espesor, cortas en el largo. Empieza a explicar mientras las coloca en unas perforaciones inclinadas en la piedra. Coloca unas lingas. Me devela el mecanismo. Un despiece tan exacto como simple. Recuerdo otra anécdota, ésta en relación con el pilar colocado en las calles de Nueva York. Más concretamente cuando trabajó en la vereda en su restauración y limpieza. La gente consentía el recuperar la escultura, al momento sucia, deteriorada. No lo toman como al artista, arriesgan entonces comentarios simples. El mantiene oculta su identidad, disfruta del anonimato. ¿Qué tiene este tipo de huraño? - me pregunto. Creo que nos protegemos ante la incomprensión, ante la ausencia de ritualidad, ante la falta de poesía.
Se hace casi la noche. El timbre me recuerda que estoy en Manhattan, me devuelve al bullicio. Agradezco la gracia de algunos encuentros. Vienen por mí una pareja de amigos y su hijo, un niño por ese entonces pequeño. Juega alocadamente, de manera inquieta. Ignora que me perturba. Me enloquece pensar que puede llevarse por delante alguna piedra. Gonzalo advierte mi incomodidad, dejalo – me dice con una pasividad alarmante -si rompe algo, -quizás - algo encuentre.
J.B. Centro Cultural de España. Montevideo, 24 de julio de 2008.